El mundo está consumiendo cada vez más petróleo y gas. Sin embargo, las nuevas reservas no alcanzan para respaldar el aumento en el consumo. Esta situación ocasiona la crisis energética y nos permite vislumbrar otros síntomas de una civilización que se desmorona.
Estamos convencidos de que la crisis energética es causa subyacente de las múltiples convulsiones sociales, económicas y geopolíticas que viene enfrentando el mundo desde hace ya más de una década. No es lo mismo gestionar la abundancia que la escasez, más si se trata de un recurso que ha sido el motor del desarrollo y del crecimiento de nuestra civilización desde hace 200 años. Y, tal como señaló el científico español Antonio Turiel, si la abundancia de las energías fósiles permitió la globalización, la escasez de ellas (o la administración de su desaparición) generará una nueva relocalización.
El caso de la invasión de Rusia a Ucrania es un buen ejemplo de la profundidad de la crisis energética. Rusia es un “petroestado”, es decir, un Estado que vive principalmente de su petróleo, gas y carbón. Es el segundo productor de gas natural del mundo, el tercer productor de petróleo y el cuarto de uranio. Rusia sabe que su futuro económico depende de si se retrasa o no el programa de reducción de emisiones de CO2 que se está implementando en el mundo a partir de la adopción de las energías renovables.
Al mismo tiempo, Ucrania, el país invadido, además de sus fuentes energéticas fósiles y de tener la mayor infraestructura de tránsito de gas del mundo (el 70 por ciento del gas que abastece a la Unión Europea pasa por Ucrania) es también un importante abastecedor de granos en Europa, sobre todo de trigo y maíz, producidos según parámetros de agricultura industrial con fertilizantes y otros derivados del petróleo.
Como ya lo reconocieron Alemania e Italia, a Europa no le quedará más remedio que volver a utilizar el carbón para reemplazar el gas ruso.
Todos los indicadores de la crisis energética ya estaban en aumento mucho antes de que la guerra entre Rusia y Ucrania se declarara. Por ejemplo, la concentración de CO2 en la atmósfera creció en el año 2021 en comparación con el 2020. También el precio del petróleo se había disparado y el barril ya se encontraba cerca de los 90 dólares desde hacía semanas. A esta situación le podemos sumar que, según la Agencia Internacional de la Energía, el 70 por ciento de los países ocultaron o mintieron sobre sus emisiones de metano. Y, finalmente, el cuadro se termina de agravar con la decisión de la Unión Europea de catalogar al gas natural como “energía verde”.
Es por todo esto que consideramos que la crisis energética surgida a partir de la disminución del petróleo en el mundo es lo que originó la guerra y no al revés.
La publicación de la segunda parte del Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ocurrió hace pocos días mientras se desarrollaba la invasión rusa en Ucrania. El informe fue catalogado por el secretario ejecutivo de la ONU, Antonio Guterres, como un verdadero “atlas del sufrimiento humano” pues afirma que cerca de la mitad de la población mundial ya está sufriendo las consecuencias del cambio climático y es “altamente vulnerable”. En palabras de Karl Mathiesen, corresponsal sobre el clima en Político Europe, “cualquier desorden que generemos en el mundo se aliará con el cambio climático y agotará nuestra capacidad de responder”.
La situación en la que nos encontramos es muy difícil. La élite que gobierna el mundo no reconoce el fracaso de su gestión de gobernanza a la hora de mantener la paz y enfrentar temas candentes como la crisis climática.
Como ciudadanos, si deseamos oponernos de forma no violenta a los regímenes autoritarios, la mejor opción que tendremos será abandonar rápido el gas y el petróleo. Tendremos que “adueñarnos” de otras fuentes de energía para utilizarlas con equidad y de forma descentralizada. Así podremos comenzar a afrontar la era de la escasez de los recursos naturales sin seguir sobrepasando los límites de la naturaleza.