La crisis climática y el escenario nuclear han convergido para transformar el año 2023 en el año de la hiperamenaza tanto para los seres humanos como para las demás especies. En nuestro caso, la hiperamenaza es existencial: nos afecta como personas, como integrantes de un país y como habitantes de este planeta.
La crisis climática se expresa en fenómenos como sequías, marejadas, olas de calor e incendios forestales como los que están ocurriendo ahora en el sur de Chile. A nivel global, estos fenómenos climáticos se suman a la posibilidad cada vez mayor de que se utilicen armas nucleares en la guerra entre Rusia y Ucrania – OTAN.
El famoso “reloj del fin del mundo” (o como también se lo llama “reloj del juicio final”) marcó recientemente que la humanidad está tan solo a 90 segundos de llegar a medianoche, hora simbólica que representa el fin de la civilización humana. Este reloj fue creado en 1947 por un grupo de científicos liderados por Albert Einstein con el objetivo de recordarnos lo mortífera que podría ser una confrontación nuclear. Actualmente, en su Consejo participan científicos de renombre entre los que se destacan 15 que han recibido el premio Nobel. En los últimos años, además de considerar la amenaza nuclear, estos científicos han sumado en su análisis la crisis climática ya que, por sí sola, puede terminar con la humanidad si no se encuentra una solución.
Entonces, si a la amenaza nuclear ahora le agregamos una nueva amenaza climática representada por el fin del fenómeno de La Niña, la corriente marina más bien fría que no permitió que los océanos se calienten en demasía, y su reemplazo por el fenómeno de El Niño, la corriente marina casi tropical que podría disminuir significativamente la capacidad de absorción de CO2 de los océanos provocando un súbito aumento de la temperatura del planeta, el escenario este 2023 podría llegar a ser catastrófico.
No se puede negar que vivimos en un período de decadencia de la civilización, pero a diferencia de otras civilizaciones que han colapsado a lo largo de la historia humana, la nuestra en su caída amenaza la existencia misma de las personas y las especies. Estamos frente a dos amenazas que este año han confluido convirtiéndose en una sola de gran magnitud.
Este escenario, por cierto, no nos encuentra preparados ni como personas ni como país. Tampoco es un tema de preocupación para la élite que nos gobierna (ya sea de izquierda o de derecha). Al contrario, la élite pretende manejar esta situación de tal manera que lo prioritario sea no alarmar a la población, ni a los turistas y mucho menos afectar la actividad económica. Entonces, la crisis se gestiona con los sistemas de alarma incompletos: se trata de evitar la fase de preparación de la población, representada por una alerta naranja, y se hace hincapié sólo en el sistema de alarma que se parece al semáforo del tránsito (verde, normal; amarillo, alerta; rojo, peligro extremo). ¿Dónde queda la alerta naranja que debería estar entre la amarilla y la roja? En los hechos, en ninguna parte pues es una alerta incómoda para el establishment.
La evacuación de la localidad de San Juan se realizó en un completo caos; la erupción del volcán Láscar sorprendió a los turistas muy cerca del cráter; las autoridades municipales de Pucón, en plena temporada turística, se niegan a colocar banderas en las playas del lago Villarrica que anuncien la presencia de algas venenosas. Por todos lados, en todo el país, a la hora de enfrentar eventos extremos, se elimina la fase de preparación comunitaria y se la reemplaza con soluciones tecnológicas aisladas, que están muy en boga, como las alarmas telefónicas.
Parece que nadie quiere tomar en serio la hiperamenaza. Cuando se convierta en realidad, es posible que ya sea demasiado tarde y prefieran “matar al cartero” antes que recibir las malas noticias. Pasaremos, entonces, sin escalas y de forma inmediata, de la luz verde a la alerta roja.