Para comprender la situación climática que vive el mundo podemos recurrir a una analogía que llamamos “El semáforo del clima”. Esta analogía es sencilla y todo el mundo puede entenderla de inmediato: el color verde del semáforo describe una situación normal, el amarillo nos indica una situación de espera y el rojo nos señala una situación de peligro.
Desde hace ya un largo tiempo el semáforo del clima se encuentra “pegado” en la luz amarilla y esto no ocurre por la percepción científica o ciudadana sino por un fenómeno que la autora norteamericana Jenny Offill, en su libro Weather, denomina la “esperanza obligatoria”. Según Offill, existe una esperanza obligatoria que debemos sumar siempre en cada uno de los discursos, conversatorios, exposiciones y artículos que se desarrollan en torno a la situación climática para mantener la atención de la audiencia.
Como lo dice Rémi Chardon en su excelente artículo acerca de la “Esperanza perdida”, el problema es que esta esperanza obligatoria proporciona una excusa para la inacción a nivel personal. Al final, las personas terminan considerando que otros están trabajando en las soluciones y en las tecnologías que siempre están a la vuelta de la esquina o aquí/ahora si es que estamos dispuestos a gastar suficiente dinero. A esta conclusión puede arribar cualquier persona y la misma señala que entonces podemos seguir viviendo con nuestro actual estilo de vida.
Si algo positivo tiene la pandemia es que adelantó en unos diez años el escenario de la crisis climática en el que está el mundo. La sabia naturaleza ya nos envió el mensaje y nadie podrá decir que no le avisaron sobre lo que vendría.
La crisis climática está desde ya hace tiempo estancada en la luz roja del semáforo climático. Esto es una realidad. Durante el peak de la pandemia, se registró un récord en el aumento de la temperatura siendo el año 2020 el más caluroso desde que existe registro y a pesar de la disminución del CO2 atmosférico en un 7,5% debido al confinamiento de 4.000 millones de seres humanos. Esta disminución tuvo una repercusión sobre el aumento de la temperatura de sólo un 0,5% al 2050 según la Oficina Meteorológica Mundial, es decir que su impacto fue prácticamente nulo.
Ya no es posible centrarnos en la mitigación como respuesta a la crisis climática. Esto es lo que se ha hecho hasta ahora con los recursos humanos y económicos. Al contrario, debemos preocuparnos por iniciar una adaptación profunda que transforme nuestros modos de vida insostenibles (los que caracterizan a la sociedad del consumo) e incrementar de esta manera nuestra capacidad de resiliencia para sobrevivir.
Jonathan Franzen escribió en The New Yorker un artículo que tituló “¿Y si dejamos de fingir? Allí señala: “Puede seguir esperando que la catástrofe se pueda prevenir y sentirse cada vez más frustrado o enfurecido por la inacción del mundo o puede aceptar que se acerca un desastre y comenzar a repensar lo que significa tener esperanza”.
Para enfrentar la crisis climática lo primero es decir la verdad a la gente sobre la gravedad de la situación y reemplazar la esperanza obligatoria y transformarla en una esperanza activa. El conjunto de las esperanzas activas ya no pueden estar centradas en la misión de prevenir un desastre sino en enfrentarlo como un hecho inevitable y comenzar a prepararnos para sobrevivir para después prefigurar los elementos de una nueva civilización.
Es increíble cómo al quedar “estancado” el semáforo en la luz amarilla haya producido un falso efecto de percepción de que el cambio climático es un problema del futuro cuando ya hace un largo rato que llegó. Hoy la mayoría de las personas podemos acordar que el semáforo tiene la luz roja encendida.
Debemos movilizarnos para mejorar la resiliencia ecosocial de la ciudadanía y de los territorios al mismo tiempo que impulsamos un proceso de adaptación profunda abandonando nuestra dependencia de la sociedad de consumo. Pasar de la esperanza obligada a la esperanza activa es una de nuestras tareas más urgentes.