Soy de los que piensan que la batalla contra el COVID19 se ha perdido, que no podremos eliminarlo y que, por consiguiente, vamos a tener que aprender a convivir con él y con otros virus que muy probablemente pronto aparecerán. Como advierte David Quammen, autor de la monumental obra Contagio: La evolución de las pandemias, “Las causas que desataron esta epidemia, la deforestación, la pérdida de la biodiversidad y el maltrato a los animales silvestres, unidas a los incrementos de la temperatura están lejos de revertirse; todo lo contrario, a pesar de las declaraciones de buenas intenciones estas causas que provocaron esta pandemia siguen empeorándose”.
Hoy en día, el escenario es de total incertidumbre en materia de salud, economía, política y ciencia a tal punto que resulta difícil creerle a alguien. Cuando recibimos información sobre las vacunas, la misma es otorgada por agentes comerciales vinculados a los laboratorios, avalados por universidades locales y autoridades de salud gubernamentales que hicieron negocios comerciales con ellos. No existe una voz independiente y calificada que nos pueda guiar sobre qué camino tomar.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha dicho que la pandemia durará como mínimo hasta el 2022. Mientras los laboratorios farmacéuticos dejaron de cumplir con el número de vacunas que prometieron a los países. Como señaló recientemente el director mundial de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, “Mientras los países desarrollados ya han vacunado a 39 millones de personas, los países más pobres y desfavorecidos han recibido tan solo 25 vacunas, no 25 millones, no 25 mil, solo 25”. Y remató con esta triste sentencia, “El mundo se enfrenta a un catastrófico fracaso moral con las vacunas”.
En este contexto nada optimista, la ciudadanía no puede seguir por más tiempo con actitud pasiva pues finalmente su propia vida es la que está en juego. Al contrario, creo que debemos abordar una nueva estrategia para comenzar a convivir con el virus.
Ya en otro artículo mencioné que el virus convertido en pandemia traía en su contagio un factor sociológico acoplado, el cual era en sus inicios “el miedo a la muerte”. Por la presencia de este factor es que aceptamos medidas de protección tales como usar mascarillas, lavarnos las manos, practicar el distanciamiento social y acatar los confinamientos. Sin embargo, a medida que las autoridades desean normalizar las actividades -sin vacunas disponibles y por lo tanto, sin un real control de la pandemia-, esta estrategia inicial deja de ser efectiva por su ambigüedad.
Debemos sustituir el miedo a la muerte inicial, que fue el estímulo negativo que permitió la aplicación de las medidas de protección social, por otro estímulo que sea ahora de carácter positivo: decidir cómo deseamos vivir y cómo queremos habitar nuestro planeta.
Uno de los factores importantes que tuvimos para sobrevivir durante los inicios de la pandemia fue el apoyo de nuestros familiares, amigos y vecinos. En aquel entonces nos unió además un interés o una conveniencia común que fue detener la pandemia y que nuestra salud no se viera afectada por el contagio.
Si aceptamos que el COVID 19 llegó para quedarse y que probablemente vendrán otros virus -unidos a las consecuencias sociales, sanitarias y económicas de la pandemia y a los fenómenos ligados a la crisis ecológica y climática-, será necesario que cambie la motivación que tenemos por vivir. Tendremos que pasar de la burbuja sanitaria que construimos a otra que podríamos denominar “burbuja comunitaria ecosocial”, es decir, una en la que las prácticas están centradas en realizar una adaptación profunda y cambiar nuestros modos de vida en comunidad para depender cada vez menos de la sociedad de consumo.
Desde este punto de vista, resulta necesario que transitemos desde las burbujas pandémicas a experiencias centradas en valores compartidos. Ciertamente tendremos que sumar o quitar gente de la burbuja pandémica. Muchos de los que estuvieron cerca al inicio del confinamiento es probable que ya no estén motivados para crear grupos humanos con valores compartidos.
Está comprobado por las ciencias sociales que las culturas con altas esperanzas de vida son aquellas que más y más fuertes han desarrollado sus lazos sociales y comunitarios. La pandemia parece refrendarlo pero de forma inversa al considerar la gran mortandad que afectó, en los países denominados “desarrollados”, a las personas mayores que vivían solas, sin familias y vecinos, o en casas de reposo.
La experiencia japonesa del moai es ilustrativa y sirve como ejemplo. Como lo relata el autor norteamericano Dan Buettner, en Okinawa, Japón, las personas forman parte desde su infancia de una suerte de red social que les brinda ayuda durante toda su vida en distintos aspectos ya sean psicológicos, de salud, alimentación o económicos. Normalmente, estos grupos son pequeños, de cinco a diez personas, pero en una unidad territorial perfectamente pueden ser más como por ejemplo los que se necesitan para cultivar un huerto comunitario.
Estos moai (o burbujas comunitarias ecosociales) pueden formarse inicialmente en torno a distintas actividades. Pueden ser caminatas, comedores populares, ollas comunitarias, huertos realizados por vecinos, redes de intercambios de saberes o productos, entre otros.
Cada uno de nosotros -o mejor dicho: los interesados en estas nuevas formas de vivir- pueden crear una o más burbujas comunitarias ecosociales y transformarlas en pequeñas islas que, con el tiempo, generarán un gran archipiélago para una nueva convivencia humana con la naturaleza; el mismo archipiélago que necesitaremos si queremos transitar hacia una nueva civilización.
Tara Parker Pope, columnista de New York Times, propone transformar las burbujas pandémicas en burbujas sociales y su planteo también puede aplicarse en el caso de querer construir las ecosociales. Tiene en cuenta cuatro componentes:
- Un desafío: Debemos ser capaces de convertir la burbuja pandémica en un grupo social duradero centrado en prácticas que permitan cambiar nuestros modos de vida.
- Una prueba de compatibilidad: Tendremos que determinar quiénes de nuestro grupo están interesados realmente en ir más allá para enfrentar la pandemia.
- Un fortalecimiento de la nueva burbuja: Hacer crecer la burbuja al sumar a nuevas personas que están dispuestas a participar en las actividades del grupo.
- Un plan de acción: Diseñar un conjunto de actividades que tengan por objetivo fortalecer los intereses comunes.
Finalmente, es importante que estas burbujas comunitarias puedan ser experiencias transformadoras que estén disponibles y al alcance de las grandes mayorías afectadas por la pandemia y por la crisis ecológica y climática. Esto es así debido a que, como dice la filósofa Marina Garcés, “Cualquier imagen de futuro tiende a aparecer hoy como un bien escaso para pocos o como una amenaza para muchos”.